me junto al borde del triste valle, abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes, confundidos como truenos. El abismo era tan profundo, oscuro y nebuloso, que en vano fijaba mis ojos en su fondo, pues no distinguia cosa alguna.
—Ahora descendamos allá abajo, al tenebroso mundo, me dijo el poeta muy pálido: yo iré el primero; tú el segundo. — Yo, que me habia apercibido de su palidez, le respondí:—¿Cómo he de ir yo, si tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?—Y él repuso:—La angustia de los desgraciados que están ahí bajo, refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.—Y sin decir más, penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo.
Allí, segun pude advertir, no se oian quejas, sino solo suspiros, que hacian temblar la eterna bóveda, y que procedian de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo:—¿ No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir adelante, que estos no pecaron; y si contrajeron en su vida algunos méritos, no es bastante, pues no recibieron el agua del bautismo, que es la puerta de la Fé que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron á Dios como debian: yo tambien soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa, estamos condenados, consistiendo nuestra pena en vivir con el deseo (1) sin esperanza.
Un gran dolor afligió mi corazon cuando oí esto, porque conocí personas de mucho valor que estaban suspensas en el Limbo.—Dime, Maestro y señor mio, le pregunté para
(1) De ver á Dios.