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LA DIVINA COMEDIA.

Y después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas.

Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente obscuro, como la arena impelida por un torbellino.

Yo, que estaba horrorizado, dije: — Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?

Me respondió: — Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio: están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso; pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrian reportar los demás culpables.

Y yo repuse: — Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto? — A lo que me contestó: — Te lo diré brevemente. Estos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.

Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecia desdeñosa del menor reposo: tras ella venia tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Despues de haber