gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el reuma: de día ayudaba a botar las barcas, descargaba cestas de pescado, o iba de parásito en las lanchas que perseguían al atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber conocido a su padre, era todo un marinero, estaba en camino de ser algo, podía con todo derecho meter su brazo en el caldero, y hasta llevaba zapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces de navegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.
El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón, agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y el montón de sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.
—Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás... cuando tengas mis años... Pero tu sitio no es aquí: anda a proa y avisa si ves por delante alguna barca.