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abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del mar comemos y el mar ha de tragarnos... ¡Qué remedio! No todos nacen para obispos.

Pero su mujer no le oía. Estaba en el suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándose el rostro.

-¡Mi hijo!... ¡Mi Antoñico!...

Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabían lo que era aquello; casi todas habían pasado por trances iguales. La levantaron sosteniéndola con sus poderosos brazos y emprendieron la marcha hacia su casa.

Unos pescadores dieron un vaso de vino a Antonio, que no cesaba de llorar. Y, mientras tanto, el compadre, dominado por el egoísmo brutal de la vida, regateaba bravamente con los compradores de pescado que querían adquirir la hermosa pieza.

Terminaba la tarde. Las aguas, ondeando suavemente, tomaban reflejos de oro.