aquella noche, á ser arrojado á la vía por los que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un departamento obscuro, tropezó con un viajero que, sin decir palabra, le asestó un garrotazo, echándolo fuera del tren. Aquella noche sí que creyó morir.
Y al decir esto señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.
Le trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón para asustarse y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio, si no tenía dinero y deseaba ver á sus hijos!
El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara á una estación. Él, alarmado, comenzó á incorporarse.
—Quédate—le dije—; aún falta otra estación para llegar adonde tú vas. Te pagaré el billete.
—¡Quiá! No, señor—repuso con candidez maliciosa—. El empleado al dar el billete se fijaría en mí: muchas veces me han perseguido sin conseguir verme de cerca, y no quiero me tomen la filiación. ¡Feliz viaje,