departamento quedó en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar á nadie.
El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban á largas distancias; la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Balanceábame sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre las cornisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venía de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su ruido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.
Pensando en tales tonterías me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.