dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna.
— ¡Pronto, una silla!
La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.
El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas con las escamas de la vejez, oprimían las suyas.
— ¡Fill meu! ¡Fill meu! - gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.
Y antes que el pobre muchacho pudiera evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunada las manos que tenía agarradas y las besó, las besó un sinnúmero de veces, bañandolas con lágrimas
Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no los dejaron co-