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fensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación? Aquél era un hombre. Había que terminar una escena que juzgaba ridícula.

-No, Ernestina -dijo, por fin, tuteando a su mujer-. Nunca nos uniremos. Te conozco; todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, y como si no nos conociéramos...

Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda. Lloraba, descansando la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducía el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.

Luis hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!... Pero no; lloraba de veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientos nerviosos que conmovían todo su cuerpo. Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaban fuera de la Puerta de Hierro: no pasaba nadie en aquel momento por el camino.