rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comenzaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable... ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina!
Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del exprés que unos años antes los había llevado a París, ebrios de dicha y palpitantes de deseo.
Y ella, con aquella facilidad que siempre había tenido para leer sus pensamientos, se aproximaba a él tierna y sumisa, como una víctima, pidiendo el martirio a cambio de un poco de cariño, arrepintiéndose de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándole con el perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que, estremeciéndole, envolvía su cerebro en humareda embriagadora.
Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de los amigotes era su única de-