ños, y los revisteros mundanos hablaron mucho de aquella hermosa pareja que todo lo tenían para ser felices: ricos y casi sin familia. Primero, los arrebatos de pasión: una dicha que, encontrando estrecho el elegante nido de los recién casados, paseaba su insolencia feliz por los salones para dar envidia al mundo; después, la monotonía, el cansancio, la separación lenta e insensible, sin dejar por esto de amarse; a él le atraían sus amistades de soltero, y ella protestaba con escenas y choques que hacían odiosa para Luis la vida conyugal. Ernestina quiso vengarse, haciendo sentir celos a su marido; se entregó con entusiasmo a tan peligroso juego, y tuvo sus coqueteos comprometedores con cierto attaché de Legación americana, que hasta alcanzaron visos de infidelidad.
Bien sabía Luis que la cosa no tenía malicia; pero, ¡qué demonio!, él no servía para casado, le abrumaba aquella vida, y aprovechó la ocasión, tomando el asunto en serio. Con el americano se arregló, propinándole una estocada leve. ¡Pobre muchacho, qué gran servicio le había prestado