Bonito verano era aquél. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.
La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.
Fue en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.
—¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de la aceras.
—¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú, Loca?
Y mientras arreaba sus machos, alejaba