ña!... La vi en la cama, con el rostro desencajado, verdoso, ¡ella, tan bonita!, y la lengua manchada de blanco. Estaba envenenada, envenenada con fósforos, y habia sufrido atroces dolores durante horas enteras; callando para que el remedio llegase tarde... ¡y llegó! Al dia siguiente ya no vivía... La pobrecita tuvo valor. Amaba con toda su alma al mediquín, y yo mismo leí la carta en la que el muchacho se despedía para siempre por saber de quién era hija. No la lloré. ¿Tenia acaso tiempo? El mundo se nos venia encima; la desgracia soplaba por todos lados; aquel hogar tranquilo que nos habiamos fabricado, se desplomaba por sus cuatro ángulos. Mi hijo..., también a mi hijo le arrojaron de la casa de comercio, y fué inútil buscar nueva colocación ni apoyo en sus amigos. ¿Quién cruza la palabra con el hijo del verdugo? ¡Pobrecito! ¡Como si a él le hubieran dado a escoger el padre antes de venir al mundo! ¿Qué culpa tenia, él, tan bueno, de que yo le hubiese engendrado? Pasaba todo el dia en casa, huyendo de la gente, en un rincón del huertecillo, triste y descuidado desde la muerte de la niña.
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