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II — El huerto de las Hesperides

Balancéanse los cerezos, vivos ramilletes de flores en que Mayo y Abril vertieron su fragancia toda; y ya bermejea el fruto, alegrando entre tantas joyas como la vid trepadora se encarama á colgar.


Deslízanse arroyuelos y salpicadoras fuentes, cuyas aguas aduérmense á menudo entre las flores, que en la margen entreabren los pétalos para dar á las abejas el néctar de su seno.


Por marmóreas bocas, ríos arrojan los surtidores, y al llover disperso el copo de líquida plata, juguetón el iris corona los penachos de los árboles, y entre sus cambiantes vislúmbrase más azul el firmamento.


Cascadas mil quiebran sus olas espumajosas en escalinatas de pórfido y en cristalinas grutas; y pléyades de blancas ninfas, llevadas por la corriente, destrenzan su cabellera en los remolinos de la espuma.


Por el ribereño herbaje, cual lluvia de perlas, trisca festiva el ave del paraíso, óyense trinar el alegre sinsonte y el mirlo esquivo, y plañir á intervalos el tordo querencioso.