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II — El huerto de las Hesperides

Esta áurea corona vendrá, empero, estrecha á tu frente, que gigante igual á Hércules otro el mundo no sostiene; mira, hacia el Ocaso, cual para recibirte se esponja la Atlántida; esa es tu digno solio; sólo ella es grande como tú.


Hesperis, su reina gentil, ha enviudado, y un corazón aguarda que avigore el suyo; cuando de tal palmera gustes el regalado fruto exclamarás: «Dejadme reposar á su sombra.»


Mas es forzoso (así al decirle cavábale la fosa) es forzoso que para hacerle placentera ofrenda, del naranjo, que entre esmeraldas muestra más encendido el dorado fruto, consigas, de puntillas, apoderarte de la rama terminal.


Cuando despues alardees la flor de la belleza, sólo por contemplaros, verás el sol detener su curso. Si su vigor de Levante, su hermosura Poniente; nacedera semilla, bendígante los cielos.—


Ve Alcides la celada; deja, empero, al de Gades, y vislumbra á lo lejos verdeguear la atlántica planicie, y en ella las rubias cebadas y el amarillo candeal, cual piélago de oro que se prende entre arboledas y jarales.