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I — El incendio de los Pirineos

Pirene, léjos de los hombres, allí moraba, de osos y lobos en hórrida y húmeda guarida, sobre una peña, mal cubierta con un manto de blondos cabellos, medrosa y escalofriada, dando el postrer suspiro.


De entre el bosque de llamas mustia la arrebata, cual delicada rosa que, trasplantada, echa menos su margen regadiza; y, no bien la pone al plácido frescor de un sauce, cuando en languido deliquio:— ¡Aquí moriré! — le dice.


—Y á ti, que del corazón en las alas me has acogido, darte quiero la llave de mi España idolatrada, de ese pedazo de cielo que en la tierra guarda para ti una florecencia de amor, si de tiránicas garras te place libertarla.


Aun se oreaban las cabelleras de los cerros que el Diluvio destrenzó al velarlas con el mar, y ya, olvidadizo el hombre, abría en ellos grandes canteras junto al Eufrates, levantando la altanera Babel.


Viendo el Altísimo arrimar escalas á su palacio, envuelve en confusiones la orgullosa torre, y, cual suele la pollada de volantonas avecillas, los pueblos primitivos abandonaron el nido á la desbandada.