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IX—LA TORRE DE LOS TITANES

Hasta el alma en su coraje arrancado se habrían, descalabrándose á puntapies, si con su prematura muerte no se hubiera apagado la tormenta que desde su sepulcro se elevaba al Eterno.


—¿Dónde está?—satánicos exclaman.—¿Dónde está? ¿Por qué se oculta? Ya ni tiene muerte que nos mate, ni tierra en que sepultarnos; si cuenta con el rayo destructor, no lo ostente, que á arrebatárselo iremos ¡mal haya! de las manos.—


Escucha Dios, y para la centella que de la cima desciende ya á convertir en pavesas tan infernales tizones, mientras ellos, reanimados por odio sacrilego, armas mortíferas contra el Eterno piden á los mares.


Hurgando, á manera de topos, salen á gatas de la sima; apilan en montones los cadáveres de los anegados, y, atándolos con tallos de zarzal y cambronera, enarcados difuntos sirven de pasadera á los vivos.


Los boababes que encuentran al tomar la tierra, rotos con ira vuelan al cielo, junto con el ribazo en que, como membrudos musculosos gigantes de otras centurias, departían con las sierras acerca de los días primeros del mundo.