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VIII—EL HUNDIMIENTO

De los reinos que sojuzgaste alguna gallarda nave, surcando la mar que te cubre, acrecida ¡ay! con mis lágrimas, con los dientes de sus anclas arrancará tu losa, para que un pez marino me robe tu corázon de miel.


Jugará con las guirnaldas de nuestros esponsales, que yo guardé, la escorpena que mora entre la rocas, y ¡que horror! quizá con rizos de mis hijas labre su nido en nuestro perfumado tálamo nupcial.


¿Y nuestros hijos, tan candorosos en otro tiempo? ¡oh amor mío! de sus calcinados cadáveres huirán las fieras cuando los vomiter el Atlántico. ¿Por qué, por qué, ¡oh Dios de las alturas! no hiciste que muerta naciera si había de sufrir tanto?


En forma de cáliz creaste las flores para beber su fragancia; los árboles para servirte de ellos como de abanicos de flores; para servirte de ellos como de abanicos de flores; para que trinaran las aves; las auras para que las mecieran; y á mí, como al hondo mar, me llenaste de amargura.


Mas ya siento que el terremoto turba mis sentidos, falta luz á mis ojos, aleteo á mi corazón, el huracán me trae el gemido de los espirantes mundos, y ¡ay! aquí muero velando su osario, como el ciprés.—