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VIII—EL HUNDIMIENTO

La faz á la llamarada de su Sodoma, parece la esposa de Loth convertida en bloque de sal, despega la estatua los labios.—¡Ay! lugares de mi infancia; ¿no os podré ver ya más, ni siquiera de ese fatídico fanal á los fulgores?


Dó estás, huerto en que ayer cogíamos rosas y lirios? ¿dónde, flores mias, marcesibles Hespérides, dó estáis? Yertos mis brazos os buscan con delirio febril; y á mi sollozo que os llama, el vuestro no responde.


Sólo roncas voces de monstruos tal cual vez contestan; aquél de quien sois presa, ¿por qué olvidóse de mí? ¡ay! ¿para él os he amamantado con savia del corazón? ¿para él entre mortales ansias os di al mundo?


¡Quién como yo infelice! Las vacas marinas vendimian lo que los viñadores podaron; para darles mullido lecho anidaron la cigüeñas y floró el granado; mas yo parí para nutrirlas con mi fruto. Idolatrado esposo,


¿qué has hecho, dí, del esplendoroso carro de tus victorias? ¿qué de la áurea lira que tuvo arrobados los cielos? Come nieve que se derrite pasaron tu renombre y tu gloria, y si una tumba te resta, sólo las olas saben dónde.