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XV
Prologo

ñas, ensanchóse mi horizonte poético, como cielo que se despeja.

 Vi á Cádiz, la de cien torres de marfil, á Ábila y Calpe, que parecen dos gigantes que el Mediterráneo acaba de separar de un empellón, abriéndose paso por entre sus marmóreas plantas. Al pétreo Montgó y al Cabo Finisterre pedí sus leyendas, semi-olvidadas como los pueblos que las dictaron, y al Betis y al Guadiana recuerdos de las tierras sumergidas por entre las cuales debieron de alargar sus plateadas cintas. Oré ante las sagradas cenizas de Colón que, desde su miserable tumba, afrentosa para nosotros á quienes donó un continente, parece custodiarnos aún la perla de las Antillas; costeé las Azores é islas trasatlánticas que, cual pilas del grande puente derruido, muestran todavía su frente marcada del rayo de las venganzas divinas.

 Imaginé ver entre ellas á los Atlantes, alzaprimando aquellas rocas y escollos, arrojándolos contra el cielo y, con aulladoras voces, trepar, caerse, y con los trozos de su pelásgica torre, rodar al abismo de las olas; y ¡á qué decirlo! acabóse mi poema por si mismo, como una de esas conchas que la marea, cansada de bruñirlas un día y otro día, arroja á las playas; y, bien ó mal redondeado, aquí lo tenéis.

 ¿Habré deslucido y menoscabado esas peregrinas tradiciones, tesoro de los siglos, esparcido cual las perlas por las marinas españolas? ¿habré deshojado esas flores, cogidas, en la alborada de mi vida, en los valles y encinares de mi patria? ¡Oh! si el águila me hubiese prestado sus remontadoras alas, si hubiese poseído la áurea cadena de la inspiración de los grandes poetas; con tales perlas, malogradas en mis toscas manos, labrado le