— ¿Por qué á mi cuello, oh hijas mías, enderezo vuestros brazos? Anúdaseme la garganta al tener que decíroslo; nosotras, que vivíamos de abrazos y de besos, los últimos, acendrados, hemos de darnos antes de morir.
La que os puso en el mundo, para siempre en él os deja; mas ¡ay! no tachéis de crueles sus entrañas, que es muy aguda la espina que hoy las desgarra, y son mis lágrimas, mirad, licuadas raíces de mi corazón.
No queráis saber más, capullos de mi amor; volad al cielo á abriros antes de comprender el mundo; yo, que embriaguéme en sus efluvios y armonías, he de arrastrarme por él con la vergüenza en rostro.
Y, alzando al cielo los ojos,—adiós,— les dice, arrancándose de sus brazos, que lánguidamente caen, como lánguidos se doblegan los tallos de la hiedra, al perder los jugos y el sostén del árbol amigo.