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IV — Gibraltar abierto

Deslízase entre robledales de armas y batientes puños, al hombro cargándose la destructora clava; y, en rauda carrera, salva ríos, tramonta sierras, hasta hollar el tostado rastrojo gaditano.


En un ribazo, que las palmas reales sombrean, detiénese á plantar el aun tierno retoño del naranjo, y, con pie ligero partiéndose, —Mano más pura te riegue y atienda, —le dice;— que otro cuidado me llama.—


El sol besa, al apagarse, las cabelleras de los cerros que el mar arrancará para tejerse un mullido cojín: semeja mortecina lámpara sobre la cabecera de un gigantesco cadáver que han de amortajar.


Entonces el Estrecho no existía; el brazo que enlazaba la Bética con la Libia era fragosa sarta de peñones, cadena ciclópea, cuyos extremos, los dos enhiestos montes de Gibraltar y de Ceuta, duran todavía.


Con ella el divino Arquitecto sujetó tus olas, Mediterráneo, que ariscas se salían de tu lecho para correr á más anchuroso mar, leones hácia sus leonas, que rijosas forcejean contra la playa, á su reclamo.