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LA «ANTÍGONA»

CREONTE

¡Basta!... Si te signes expresando en ese sentido, me harás estallar de furor, y descubrirás que eres tan insensato como viejo... ¡Qué cosas tan intolerables estás diciendo! ¿Con que los dioses habían de haber tomado al difunto bajo su amparo? ¿Con que ellos habían de haber dado sepultura como merecedor de tan alta honra al que vino á incendiar sus templos y sus ofrendas, á arrasar su patria y á derrocar sus leyes?... ¿Cuándo has visto tú que los dioses protejan á los malvados?—No es eso, no; sino que estos ciudadanos de Thebas, descontentos de mis mandatos, no pudiendo soportar mi yugo, andan tiempo há sacudiendo la cabeza y murmurando secretamente: que me odian, sí, que me odian. Tengo la certeza de que ellos han inducido á los otros, mediante recompensa, á cometer el atentado.—¡Ay... el oro! ¡Cuán funesto es este metal para los hombres! Él causa la ruina de los pueblos, él saca de sus hogares á los ciudadanos, y corrompe y lleva hasta el crimen á las almas honradas; él ha enseñado á los hombres todas las perfidias y todas las impiedades... Pero ¡ah! los culpables que se han de