Alborotáronse los jueces al oír esta arenga: unos porque no daban crédito á lo que habian oido, otros aguijoneados por la envidia de que aquel hombre hubiera conseguido mayores distinciones que ellos por parte de los dioses.
Sócrates tomó de nuevo la palabra, y les dijo: Ea, pues, escuchad más todavía, a fin de que los que lo desean tengan un motivo más para no creer en los favores que me concede el cielo. Un día ante una reunión inmensa interrogó Cherefón[1] sobre mí al oráculo de Delfos: No existe un hombre, respondió Apolo, más independiente, más justo, ni más sabio que Sócrates[2] Como era de esperar, levantóse aun más el clamor de los jueces cuando escucharon esto.
Reinaba en tiemqo de Sócrates la incredulidad ó la duda sobre los dioses. Para combatirla observaba que lo mejor en nosotros no lo vemos sensiblemente, sino que lo conocemos por sus efectos, como nuestra alma y supremamente Dios, cuyos efectos sentimos en nuestro corazón, cuando no pretendemos ver su figura con los sentidos. (Sanz del Rio. Revista universitaria. 1854, tomo 1.)