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con su figura extenuada y hambrienta. ¡Piensa demasiado! ¡Semejantes hombres son peligrosos!
No le temáis, César; no es peligroso; es un noble romano y de rectas intenciones.
¡Le quisiera más grueso! Pero no le temo. Y, sin embargo, si mi nombre fuera asequible al temor, no sé de hombre alguno a quien evitase tan pronto como a ese enjuto Casio. Lee mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos de las acciones humanas. Él no es amigo de espectáculos, como tú, Antonio, ni oye música. Rara vez sonríe, y si lo hace es de manera que parece mofarse de sí mismo y desdeñar su humor, que pudo impulsarle a sonreír a cosa alguna. Tales hombres no sosiegan jamás mientras ven alguno más grande que ellos, y son, por lo tanto, peligrosísimos. Te digo más bien lo que es de temer que lo que yo tema, pues siempre soy César. Colócate a mi derecha, pues soy sordo de este oído, y dime francamente lo que opinas de él.
Me habéis tirado del manto. ¿Queríais hablarme?