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relativom—, las directas carecen de armonia de lenguaje, de cierta unidad de sonido y color y de atmósfera shakespeariana; no son concienzudas, estudiadas ni trabajadas, y los textos adoptados por ellas, sumamente defectuosos. Porque Shakespeare no es, como creen algunos, el autor salvaje, grosero y truculento, el lírico instintivo, incoherente y medio insensato que imaginaron Voltaire y Moratin, sino el más prudente, el más sabio, el más consciente y el más armonioso de todos los poetas.

En todas las versiones castellanas que conocemos, gran número de frases no resisten a la lectura en alta voz. De llevarlas a la escena, perecerían en boca de los actores. Y es preciso reconocer que la fonética de una traducción es casi tan importante como su fidelidad textual. Además, al. rededor del sentido literal de la frase primitiva flota un secreto hálito más potente que la vida exterior de las palabras y las imágenes. Y esto es lo que hay que sentir, reproducir y recoger. A veces, detalles infinitamente pequeños reconstituyen el sabor del original.

Si no fuera acreedora a otros méritos, nuestra versión, por lo menos, lleva la experiencia de las anteriores.

Pero nosotros, aunque un trabajo de esta indole, y tratándose de Shakespeare, nunca pueda resultar perfecto, con paciencia benedictina hemos ido vertiendo palabra por palabra, examinando detenidamente los pasajes obscuros, saltados de continuo en las precedentes traducciones, y esas