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nuestras espadas carecen de punta! ¡Nuestros brazos, fuertes contra la malicia, y nuestros corazones, de temple fraternal, os acogen con todo afecto, sana intención y reverencia.

Vuestro voto alcanzará tanto influjo como el que más en el reparto de las nuevas dignidades.

Esperad únicamente a que hayamos apaciguado a la muchedumbre loca de miedo, y entonces os explicaremos por qué yo, que amaba a César en el instante de herirle, he procedido así.

No dudo de vuestra rectitud. Tiéndame cada uno su mano ensangrentada. Primero, Marco Bruto, estrecharé la vuestra. En seguida, Cayo Casio, la de vos. Ahora, la de Decio Bruto, la de Metelo; la vuestra, Cina, y la vuestra, mi valiente Casca. Y por último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra, buen Trebonio. Caballeros todos..., ¡ay!, ¿qué diré? Mi reputación se asienta ahora sobre una pendiente tan resbaladiza, que sólo podréis considerarme de una de estas dos odiosas maneras: o como cobarde o como adulador. ¡Te amé, César! ¡Oh, es verdad! Si tu alma nos contempla ahora, ¿no te afligirá aún más que tu