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quien creía perdido, Permite que te devuelva el ósculo que me diste. No desvies tu semblante. No esquives el ósculo de reconciliación. (Ella lo besa). Ve pues, Tulcomara, bien pudiera yo ahora devolverte todas esas duras expresiones que tú me lanzaste á los oídos en situación análoga. Pero no, Tulcomara, no quiero obrar tan arrebatadamente como tú procediste. Yo no te maldigo: te bendigo, te amo. ¿Y no acabas tu también de probar otra vez que me amas? Sí, me amas, sea cualquiera el disfraz con el cual yo me presente ante tí. ¿No es así, mi Tulcomara?

Tulcomara. Tegualda, perdón. (Se arrodilla.)

Tegualda. No me agradas así. A mi lado quiero verte.

Tulcomara. (Se levanta.) Mi Tegualda, tú eres inocente, yo culpable, tú no; perdón. (Se abrazan.)

Tegualda. Acepta, pues el arma que para tí he traído.

Tulcomara. Me empequeñecen, me deprimen tus favores. Perdón, perdón te pido, Tegualda.

Tegualda. Sosiego, Tulcomara; calma tu inquietud. Lo pasado ha pasado en cuanto á lo malo; mas lo hermoso que experimentamos, manténgase siempre vivo en nuestra memoria.

Tulcomara. ¿Para qué esa arma? No la necesito, si á este risco (abraza á Tegualda) mío nombrar puedo. Sí, comprendo ahora el destino de la mujer. Es ella con su amor y sus consolaciones el báculo en que el hombre puede sostenerse y vigorizar su ánimo, siempre que los azares de la vida amenacen aniquilarlo. Si todo se desmorona en derredor suyo, si todos lo abandonan, un corazón le queda adicto, un corazón no lo abandona; ante un corazón puede él librarse de todo lo que le oprime; en un corazón puede él tener plena confianza. Y esta confianza que él para con otro individuo guarda, mantiene viva la confianza en sí mismo, mantiene equilibrado el instinto de conservación que en momentos aciagos tan fácilmente puede salir de su quicio. Esa confianza hace tomar otra vez confianza á otros hombres y viene así á ser la piedra angular de una nueva actividad. Tú, Tegualda, eres el peñasco en el cual yo me sostengo, después de haber encallado en él, cual navío arrastrado por las corrientes. Tú eres el más precioso dón que pudo tocarme en suerte. Tú eres el pehuén en que yo débil vacilante coleo me sostengo al rebramar del huracán de mis pasiones. Tu eres, quien el dolor en mí apaciguas y el regocijo me duplicas. Tú eres mi todo.

Tegualda. ¿Mas yo, qué sería sin ti? Dejémonos de estas dulces pláticas, que bien quisiera no se acabasen nunca, y vámo-