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Tulcomara. Gualebo me llaman entre los de las riberas del Traucura, y vengo enviado de un novel guerrero que en el camino encontré.

Tegualda. No atormentes á la hija del ulmén con dilatadas pláticas. Dí, ¿es Tulcomara quien te manda?

Tulcomara. Así me dijo, que se llamaba.

Tegualda. ¿En dónde le has visto? ¿Dónde está Tulcomara? ¿Te sigue por ventura, y está ya cerca de aquí? Se esconde quizá entre estas matas para sorprenderme, para robarme? ¡Hola, Glaura! Racloma! Guacolda! Guale! Acudid, acudid á defenderme, que Tulcomara viene á robarme.—Nadie viene, nadie oye. Sé pues tú, Gualebo, mi fiel tutela, mi valiente defensor, el pavés de mi amor, el amigable y dulce enemigo de mi bien, de mi felicidad, de mi Tulcomara, de la infeliz Tegualda.

Tulcomara. No tengas cuidado. Tulcomara no vendrá tan pronto este sitio. En tí está, Tegualda, el determinar, cuando quieras verlo.

Tegualda. Me martirizas con tus equívocas palabras, pétreo corazón, que desconoces el amor. Tú sabes, dónde está Tulcomara y rehusas decírmelo.

Tulcomara. En la selva que por el oriente de Lauquén se extiende, hay un florido claro á dos leguas del margen oriental de este lago. Es ese claro mi estancia favorita. Allí suelo pasar horas enteras contemplando el arte de la naturaleza, respirando el de millares de flores perfumado ambiente y, lejos de la vista de otros, bañando mi cuerpo en lo rayos del sol ó descansando á la sombra de algún copado pehuén, después de haberme fatigado con recorrer los contornos en busca de alimento ú objetos que á la vista pudieran deleitar.

Tegualda. De tí no pretendo saber el pasatiempo tuyo. Saber el paradero de Tulcomara es lo que me interesa. ¿Qué dirección, dime, he de tomar para encontrarle?

Tulcomara. Escucha. Oye. No me interrumpas. Percibo súbitamente un grito desgarrador, y luego un profundo silencio. Me abalanzo hacia el sitio, de donde aquellos gritos venían, me veo á poco rato al borde de una profunda pendiente. Miro abajo y veo un aposento iluminado con las diminutas linternas de millares de luciérnagas. La claridad que estos animalejos despedian, me permitió distinguir los objetos que allí había. Mas no pidas de mí, te describa minuciosamente ese mágico recinto de un huecubu. Horrible era el aspecto que allí formaban sabandijas, lagartos, sierpes, alacranes y arañas gigantescas. Y en medio de toda esa mez-