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DE LOS INSECTOS

apoyo que el punto en que lo ha implantado el oviducto, se levanta en su extremo posterior y se proyecta en el vacío.

Una mirada, por poco interrogadora que sea, se sorprende de ver tan mínimo germen incluído en tan grande espacio. ¿A qué fin una habitación tan grande para un huevo tan pequeño? Examinado atentamente el interior, la pared de la cámara suscita otra pregunta. Está untada de una fina papilla verdosa, semiflúida y reluciente, cuyo aspecto no se acomoda con lo que nos muestra por fuera y por dentro la pieza de donde el insecto extrajo los materiales.

Semejante revoque se observa en el nicho que el escarabajo —Scarabæus—, el Copris, el Sisyphus, el Geotrupes y otros preparadores de conservas estercoráceas disponen en el seno mismo de los víveres para recibir el huevo; pero en parte alguna lo he visto tan copioso —atendidas proporciones— como en la cámara natal del Onthophagus. Intrigado mucho tiempo por este barniz de pure, cuyo primer ejemplo me lo ofreció el escarabajo sagrado, supuse al principio que la cosa sería una capa de humor que destilara de la masa de los víveres y se depositaba en la superficie del recinto sin más trabajo que el de la capilaridad. Tal fué mi primera interpretación.

Pero me equivoqué. La verdad es otra y muy digna de atención. Hoy, mejor instruído por el Onthophagus, sé que aquel barniz, aquella crema semiflúida, es producto de los cuidados maternales. ¿Qué es, pues, ese enlucido que cubre toda habitación? La respuesta es inequívoca: un producto de la madre, un caldo especial, una leche elaborada para el recién nacido.

El palomino introduce el pico en el de los pa-