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DE LOS INSECTOS

tocante al patrimonio es conmovedor. Es un abnegado que desafía el hambre para no dejar desprovistos a los suyos.

Y la arrostra también por otro motivo: hacer guardia alrededor de las cunas. La madrigueras son difíciles de encontrar a partir de fin de junio, por haber desaparecido los montoncitos de tierra a causa de alguna tempestad, del viento o de los pies de los transeúntes. Los pocos que he conseguido encontrar contienen siempre a la madre dormitando al lado del grupo de bolitas, en cada una de las cuales se divierte un gusano, que parece que va a reventar de gordo, muy cerca de su completo desarrollo.

Mis tenebrosos aparatos, tiestos llenos de arena fresca, confirman lo que me enseñan los campos. Enterradas con provisiones en la primera quincena de mayo, las madres no salen más a la superficie, protegida por la cubierta de cristales. Permanecen recluídas en la madriguera después de la postura; pasan el pesado período canicular con sus ovoides, vigilándolos, indudablemente, como lo dicen los bocales libres de los misterios del subsuelo.

En las primeras lluvias de otoño, en septiembre, es cuando suben al exterior. Pero entonces la nueva generación ha llegado a la forma perfecta. Así, pues, la madre tiene bajo tierra la alegría de conocer a su familia, prerrogativa tan rara en el insecto; oye a sus hijos raspar la costra para librarse; asiste a la ruptura del cofrecito que tan concienzudamente había elaborado; acaso ayude a los extenuados, si la frescura del suelo no ha reblandecido bastante la celda. Madre y progenie juntas dejan el subsuelo, juntas salen a las fiestas otoñales, cuando el sol es tibio y el maná ovino abunda en los senderos.

La vida de los insectos.
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