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LA VIDA

vuelve sobre sí mismo por delante de su apéndice y forma un asa considerable que ocupa la cara dorsal. Para contener esta asa y la bolsa lateral se hincha el dorso en gibosidad. La alforja del gusano es, pues, una segunda panza, una sucursal del vientre, incapaz de contener por sí solo el voluminoso aparato de la digestión. Cuatro tubos muy finos, muy largos y confusamente enredados, cuatro vasos de Malpighi, marcan los límites del ventrículo quilífico.

Viene después el intestino, estrecho, cilíndrico, que sube hacia adelante. Al intestino le sigue el recto, que vuelve atrás. Este último, de amplitud excepcional y de vigorosa pared, está plegado de través, enteramente hinchado y distendido por su contenido. Tal es el espacioso depósito en que se amontonan las escorias de la digestión; tal es el poderoso eyaculador, siempre dispuesto a suministrar cemento.

La larva crece, comiéndose la parte interior de la pared de su casa. La panza de la pera se va excavando poco a poco hasta convertirse en una celda cuya capacidad crece proporcionalmente al crecimiento del habitante. El recluso, en el fondo de su ermita, donde tiene víveres y casa, se pone gordo y grande. ¿Qué más quiere?

En cuatro o cinco semanas adquiere todo su desarrollo. El departamento está dispuesto. El gusano se despoja y se convierte en ninfa. En el mundo entomológico pocos lucharían en severa belleza con la tierna criatura que, con los élitros tendidos adelante en forma de faja de gruesos pliegues, las patas anteriores replegadas bajo la cabeza, como cuando el escarabajo adulto se hace el muerto, despierta la idea de una momia mantenida por vendas de lino en postura hierática.