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DE LOS INSECTOS

ticio queda aquí de manifiesto. El gusanillo, débil a la salida del huevo, lame el fino puré de las paredes de su vivienda. Poco hay, pero es fortaleciente y de alto valor nutritivo. Al caldo de la tierna infancia sucede la papilla del crío destetado.

Las audacias industriales del insecto no me han mostrado espectáculo tan extraño como el que ahora voy a presenciar. Deseoso de observar al gusano en la intimidad de su alojamiento abro en la panza de la pera un pequeño tragaluz de medio centímetro cuadrado. En el acto aparece en el portillo la cabeza del recluso para informarse de lo que pasa. Reconocida la brecha, desaparece la cabeza. Entreveo el espinazo blanco rodando en la estrecha habitación, y al instante la ventana que acabo de abrir se cierra con una pasta obscura y blanda, que se endurece pronto.

El interior de la habitación, me decía yo, es sin duda puré semiflúido. La larva, girando sobre sí misma—como lo atestigua su brusca torsión—, ha cogido una brazada de esta materia, y acabado el circuito ha depositado su carga, a guisa de mortero, en la brecha que creía peligrosa. Quito el tapón de cierre, y la larva vuelve a empezar; asoma la cabeza por la ventana, la retira, piruetea sobre sí misma como el huevo que da vueltas dentro de su cáscara, y al instante aparece otro tapón tan copioso como el primero. Prevenido de lo que iba a suceder, esta vez he visto mejor.

¡Qué equivocado estaba yo, y qué grande ha sido mi confusión! En su industria defensiva, el animal emplea muchas veces medios en que nuestra imaginación jamás se atrevería a pensar. No