meros bocados. Siendo todo igual a su alrededor no tendrá que escoger; cualquiera sea el plinto en que, por azar, aplique su diente novicio, podrá continuar sin vacilar su primera y delicada refección.
Todo esto parece tan natural, que yo mismo me equivoqué. En la primera pera que exploré, capa por capa, con la hoja de un cortaplumas, busqué el huevo en el centro de ella, casi con la seguridad de encontrarlo allí. Pero mi sorpresa fué grande al ver que no estaba. El centro de la panza, en lugar de ser hueco, era macizo; lleno de alimento continuo y homogéneo.
Mis deducciones, que todo observador hubiera imaginado en mi lugar, parecían muy razonables. Pero el escarabajo opina de otra manera. Nosotros tenemos nuestra lógica, de la que estamos muy orgullosos; el amasador de estiércol tiene la suya, superior a la nuestra en esta ocasión. Tiene su clarividencia, su previsión de las cosas, y coloca su huevo en otra parte.
¿Dónde? En la porción angosta de la pera, en el cuello, en el extremo mismo. Cortemos el cuello a lo largo con las necesarias precauciones para no estropear el contenido. En él encontramos un nicho de paredes relucientes y pulidas. Es el tabernáculo del germen, la cámara de nacimiento. El huevo, muy grande con relación al tamaño de la ponedora, es un óvalo alargado, blanco, de unos 10 milímetros de longitud por cinco milímetros en su mayor anchura. Un ligero intervalo vacío lo separa por todas partes de las paredes de la habitación. No tiene con ellas más contacto que el extremo posterior, adherido al somo del nicho. Tendido horizontalmente, según la posición normal de la pera, descansa enteramente, a