goroso puño. Yo le cedí mi azadilla de bolsillo, ligero y sólido instrumento que nunca olvido cuando salgo, porque soy incorregible escarbador de tierra. Para ver mejor la disposición y el moblaje del hipogeo que vamos a describir, me tumbo en el suelo y soy todo ojos. El pastor forma palanca con la azadilla, y con la mano libre retiene la tierra desmoronada y la aparta.
Ya estamos; un antro se abre, y en las tibias humedades del subterráneo abierto veo tendida a lo largo, en el suelo, una pera magnífica. Sí, ciertamente, esta primera revelación de la obra materna del escarabajo me dejará eterno recuerdo. Mi emoción no hubiera sido más intensa si, siendo arqueólogo y excavando las venerables reliquias de Egipto, hubiese exhumado de alguna cripta faraónica el insecto sagrado de los muertos tallado en esmeralda. ¡Ah, goces santos de la verdad que súbitamente resplandece! ¿Hay otros que os sean comparables? El pastor saltaba de contento al verme sonreír, reía; era feliz con mi dicha.
La casualidad no se repite: Non bis in idem, nos dice el antiguo adagio. Ya son dos las veces que encuentro esta singular forma de pera. ¿Será la forma normal, no sujeta a excepción? ¿Será preciso renunciar a la bola semejante a las que el insecto rueda por el suelo? Continuemos y veremos. Encontramos otro nido, y, como el precedente, contiene una pera. Los dos hallazgos se parecen como dos gotas de agua, como si hubieran salido del mismo molde. Detalle de alto valor: en la segunda madriguera está la madre al lado de la pera, amorosamente abrazada a ella, ocupada sin duda en darle el último toque antes de abandonar para siempre el subterráneo. Toda duda