común cuando se necesita tenerlo al instante. Acudo a la ayuda de mi padre, anciano de noventa años, pero tieso como una I. Con un sol capaz de freír un huevo, nos pusimos en marcha llevando al hombro la pala del cavador y la laya de tres dientes. Alternando nuestras débiles fuerzas, abrimos una trinchera en la arena en que esperaba encontrar la Anoxia. No quedó fallida mi esperanza. Con el sudor de la frente —podemos decirlo—, después de haber removido y tamizado entre los dedos por lo menos dos metros cúbicos del suelo arenoso, conseguí coger ¡dos larvas! Si no las hubiera necesitado las habría exhumado a puñados. Mas por el momento bastaba aquella pobre y costosa recolección. Mañana enviaré brazos más vigorosos a continuar las excavaciones.
Y ahora el drama que se va a desarrollar dentro de la campana recompensará nuestros trabajos. La Scolia, torpe y de pesada marcha, da lentamente la vuelta al circo. A la vista de la caza su atención se despierta. La lucha se anuncia con los mismos preparativos que nos mostró la Scolia de dos bandas; el himenóptero se limpia las alas y golpea la mesa con las puntas de las antenas, y ¡ánimo! va a comenzar la lucha. El gusano panzudo, incapaz de moverse en un plano a causa de sus patas demasiado débiles y cortas; de otra parte, desprovisto de la original locomoción de la Cetonia sobre el dorso, no piensa el huir, sino que se enrolla. La Scolia le agarra la piel con sus fuertes tenazas en diversos sitios. Doblada en arco, cuyos extremos casi se tocan, se esfuerza por introducir la punta del viente en la estrecha embocadura de la voluta que forma la larva. La lucha es tranquila; sin golpes de fuerza; es la tentativa obstinada de un anillo vivo hendido, que