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LA VIDA

gar de explotación. Luego el recién venido no tiene derechos adquiridos.

¿Será acaso una asociación de los dos sexos, una pareja que se disponen a vivir juntos? Así lo creí durante algún tiempo. Los dos escarabajos, empujando la pesada pelota con el mismo celo, uno por delante y otro por detrás, me recordaban ciertas parejas que, en tiempos, tocaban el armonio de manubrio. «¿Cómo haremos para subir nuestro ajuar? Tú delante y yo detrás empujaremos el carrito.» Pero el escalpelo me hizo renunciar a este idilio de familia. En los escarabajos no se distinguen los sexos por diferencia alguna exterior. Así, pues, sometí a la autopsia los dos peloteros ocupados en el acarreo de una misma bola, y casi siempre los encontré del mismo sexo.

No hay comunidad de familia ni comunidad de trabajo. ¿Cuál es entonces la razón de la aparente sociedad? Sencillamente una tentativa de robo. El solícito compañero, bajo el falaz pretexto de echar una mano, abriga el proyecto de apoderarse de la bola en la primera ocasión. Hacer la píldora en el montón requiere fatiga y paciencia; cogerla cuando está hecha, o, por lo menos, imponerse como convidado, es cosa más cómoda. A poco que se descuide el propietario, huirá con el tesoro; y si la vigilancia es estrecha, se sentarán los dos a la misma mesa, alegando los servicios prestados. Con semejante táctica se gana siempre, y por eso se ejerce el pillaje como industria de las más fructuosas. Algunos se dedican disimuladamente a ella, como acabo de decir. Acuden a ayudar a un compañero que para nada los necesita, y, bajo las apariencias de caritativo concurso, ocultan indelicadas codicias. Otros, más atrevi-