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LA VIDA

pera. Se las sirvo y también desaparecen durante la noche. El sitio queda otra vez limpio al día siguiente. Y esto duraría indefinidamente, mientras las tardes fuesen hermosas, si siempre tuviera a mi disposición con qué satisfacer a tan insaciables tesaurizadores.

Por rico que sea su botín, el Geotrupes lo abandona al ponerse el sol para retozar a la luz de los últimos resplandores y buscar un nuevo depósito que explotar. Para él, dirá alguno, tiene poco valor lo adquirido; solamente es valiosa la cosa que está por adquirir. ¿Qué hace, pues, de los depósitos renovados, en tiempo propicio, a cada crepúsculo? A la vista salta que el Geotrupes stercorarius es incapaz de consumir en una noche provisiones tan abundantes. En su cueva tiene superabundancia de vituallas, hasta no saber qué hacer de ellas; rebosa en bienes que no ha de aprovechar; y no satisfecho con tener lleno su almacén, el acaparador se fatiga todas las noches para almacenar más.

De cada depósito, fundado en sitios diferentes, al acaso de los hallazgos, saca el alimento del día y abandona lo demás, que es casi todo. Mis jaulas dan fe de este instinto del enterrador, más exigente que el apetito del consumidor. El suelo se levanta rápidamente, y me veo obligado a restablecer de cuando en cuando el nivel en los límites deseados. Si lo cavo, lo encuentro lleno de todo su espesor de montones que han quedado intactos. La tierra primitiva se ha convertido en inextricable conglomerado, que precisa desmontar a todo trance si no quiero extraviarme en mis futuras observaciones.

Dejando aparte los errores, por exceso o por defecto, inevitables en un asunto poco compati-