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DE LOS INSECTOS

de cobre. Tales son los dos huéspedes de mis jaulas.

Preguntémosle primero de qué proezas son capaces en su calidad de enterradores. Son una docena; las dos especies están confundidas. La jaula ha sido previamente barrida de los restos de víveres anteriores, concedidos hasta ahora sin medida. Esta vez me propongo evaluar lo que un Geotrupes es capaz de enterrar en una sesión. A la caída de la tarde sirvo a mis doce cautivos la totalidad de un montón dejado en aquel instante por un mulo delante de mi puerta. Hay copiosamente por valor de una espuerta. Al día siguiente por la mañana el montón había desaparecido bajo tierra. Nada, o casi nada, quedaba fuera. Puedo hacer y hago una evaluación aproximada, y encuentro que cada uno de mis Geotrupes, suponiendo que los doce tomaron iguales partes en el trabajo, almacenó cerca de un decímetro cúbico de materia. Labor de titán, si se tiene en cuenta la mediana talla del insecto, obligado además a abrir el depósito a que debe bajar el botín. Y todo esto se ha hecho en el intervalo de una noche.

¿Permanecerán tranquilos bajo tierra con su tesoro, ahora que están bien provistos? En manera alguna. El tiempo es espléndido. El crepúsculo llega, suave y sereno. Es la hora de los grandes vuelos, de los zumbidos de alegría, de las exploraciones lejanas, en los caminos por donde acaban de pasar los rebaños. Mis pensionistas abandonan sus cuevas y suben a la superficie. Les oigo murmurar, trepar por la alambrada y tropezar aturdidamente contra las paredes. Esta animación crepuscular estaba prevista. Durante el día habían cogido copiosas vituallas, como la vís-