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DE LOS INSECTOS

el formidable problema de sus inmundicias, tarde o temprano cuestión de vida o muerte para la monstruosa ciudad. Es cosa de preguntarse si el centro de las luces no estará destinado a extinguirse algún día en los miasmas de un suelo saturado de podredumbre. Lo que la aglomeración de algunos millones de hombres no puede obtener con todos sus tesoros de riquezas y talentos, la choza más pequeña lo posee sin gastos y aun sin preocuparse por ello.

La Naturaleza, pródiga en cuidados en cuanto a la salubridad rural, es indiferente al bienestar de las ciudades, cuando no le es hostil. Ha creado para los campos dos categorías de saneadores, a los que nada cansa ni nada desalienta. Unos, moscas, Sylpha, Dermestes y necrófagos, están consagrados a la disección de los cadáveres. Cortan y despedazan y alambican en sus estómagos los residuos de la muerte para entregarlos a la vida.

Un topo reventado por los instrumentos de labranza mancha el sendero con sus entrañas ya violáceas; una culebra yace en el césped, aplastada por el pie de un transeúnte que neciamente creía hacer una buena obra; un pajarillo sin plumas, caído del nido, se ha aplastado lamentablemente al pie del árbol que lo sostenía; otras mil y mil reliquias análogas, de toda procedencia, se encuentran por doquiera diseminadas, comprometedoras por sus miasmas si no hubiese quien pusiera orden. Pero no temamos: en cuanto se señala un cadáver en cualquier parte, acuden los menudos enterradores. Lo trabajan, lo vacían, lo consumen hasta los huesos, o, por lo menos, lo reducen a la aridez de una momia. En menos de veinticuatro horas, topo, culebra y pajarillo han desaparecido, y la higiene queda satisfecha.