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DE LOS INSECTOS

proporcionada a la debilidad del gusanillo que ha de perforarla más tarde en el momento de llegar a los víveres, se deja un robusto rodete circular. Manipulado a su vez, este rodete se convierte en una cavidad hemisférica, en donde se pone inmediatamente el huevo.

El trabajo acaba laminando y acercando los bordes del cráter, que se cierra y queda transformado en cámara de nacimiento. Aquí es donde se impone especialmente una destreza muy delicada. Al mismo tiempo que se modela el mamelón de la calabaza hay que dejar, comprimiendo la masa, el canalillo que a lo largo del eje ha de ser la chimenea de ventilación.

Este estrecho canalizo, que una presión mal calculada podría obturar irremediablemente, me parece de extrema dificultad. El más hábil de nuestros alfareros no lo conseguiría sin el apoyo de una aguja que sacase después. El insecto, especie de autómata articulado, obtiene su canal a través del macizo mamelón de la calabaza hasta sin pensar en ello. Si lo pensase no lo haría.

Ya está hecha la calabaza; ahora falta embellecerla. Es obra de pacientes retoques que perfeccionan las curvas y dejan en el barro blando un puntillado de improntas análogas a las que el alfarero de los tiempos prehistóricos distribuía en sus jarras panzudas con la yema del pulgar.

Se acabó el trabajo, que volverá a empezar bajo otro cadáver, porque para cada madriguera hay una calabaza, y no más, como el escarabajo sagrado hace con sus peras.