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LA VIDA

corro cien y cien veces el periplo del cercado por pequeñas etapas; me detengo en uno y otro lado; interrogo pacientemente, y, de cuando en cuando, obtengo algún jirón de respuesta.

Conozco hasta el menor caserío; toda ramita en que se posa la Mantis religiosa; todo matorral donde estridula dulcemente el pálido grillo en la calma de las noches estivales; toda hierba vestida de pelusa, raída por el Anthidium, fabricante de sacos de algodón; toda espesura de lilas explotadas por la Megachile, cortadora de hojas.

Si no basta el cabotaje en los rincones del jardín, una travesía de altura me suministra amplio tributo. Doblo el cabo de los setos vecinos, y, a unos cien metros, entro en relaciones con el escarabajo sagrado, el capricornio, el Geotrupes, el Copris, el Decticus, el grillo, la langosta verde, en fin, una multitud de poblaciones, cuya historia, bien desarrollada, agotaría una vida humana. Así, pues, ya tengo bastante; aun tengo demasiado con mis próximos vecinos sin ir a peregrinar a regiones lejanas.

Por otra parte, correr el mundo, dispersar la atención en multitud de seres, no es observar. El entomólogo que viaja puede clavar en sus cajas numerosas especies, alegría del nomenclaturista y del coleccionista; pero recoger documentos circunstanciados es otra cosa. Judío errante de la ciencia, no tiene tiempo para detenerse. Cuando, para estudiar tales o cuales hechos, necesitase una estancia prolongada, se lo impediría la etapa siguiente. En semejantes condiciones, no podemos pedirle lo imposible. Clave él con alfileres en tablitas de corcho y macere en bocales de alcohol, y deje a los sedentarios la observación paciente, que requiere mucho tiempo.