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Treinta minutos después, acabado el festejo y, en particular, la comida, Rodrigo Stein llamó al verdugo oficial de la compañía. Al llegar, todas y todos aplaudieron nuevamente; él, en cambio, con esa celeridad propia de quien disfruta su trabajo, no tardó en identificar a Gonzalo Benavides como el feliz jubilado. Bastó solo un gesto amable para que Gonzalo se pusiera de pie, agradeciera a los presentes, estrechara la mano de don Rodrigo y le dijera respetuosamente que el ánfora no era necesaria, así que la donaba para una siguiente jubilación.


—El galvano, por favor, que le llegue a mi exesposa —dijo, antes de salir por la puerta principal en compañía del gentil verdugo.


Seis pisos descendieron antes de llegar a una habitación enorme, similar a una bodega, con varias tuberías visibles que probablemente proveían de agua a todo el edificio. Era la primera vez que Gonzalo estaba ahí. Lo siguiente que vio fueron tres camillas, mucha ropa apilada en una esquina y al fondo, tres hornos enormes, cuyo propósito era evidente.


—Desnúdese, por favor. —Fue lo siguiente que escuchó.


Asumido ya de sus sesenta y cinco años, Gonzalo no dudó, por lo que tardó pocos minutos en quedar completamente desnudo.


—Recuéstese, por favor —dijo el verdugo apuntando a una de las camillas, a lo que Gonzalo asintió.


Ese hombre, pese a ocultar su rostro, le transmitía cierta e inusual tranquilidad. Cuestión que interpretó como un gesto de indudable profesionalismo de su parte, por el que agradeció sinceramente, un momento antes de que sus tobillos y muñecas fueran amarrados con firmeza a la camilla sobre la que ya se había recostado. Después, unos segundos de silencio