UNA QUERELLA
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Y le presentó un paquete de cartas.
Recibiólo ella en silencio y lo arrojó sobre la mesa.
—Me será permitido demandar igual restitucion ? —añadió Enrique, irritado de esa aparente serenidad.
Maria se levantó, fué hácia un escritorio, tomó un paquete sellado y se lo entregó.
—¡ Estaban listas !
—Si, señor.
Nada habia ya que decir ni que esperar y sin embargo, Enrique permanecia aun allí. Parecíale que sus pies habian hechado raices en aquel sitio donde tanto tiempo habia habitado su alma.
—¡Ah!—dijo —hé aqui todo concluido entre nosotros ! hénos aqui estraños el uno al otro. Sin embargo. .... antes de separarnos para siempre, ¿no querria V. dejarme un sentimiento menos amargo? no procurará V. justificarse ?
Maria irguió su bella cabeza y guardó silencio.
—Pues, bien—díjole Enrique, haciendo esfuerzo para ahogar un solloso que queria mezclarse á su voz; pues bien, cualquiera que sea lo que acontezca, acuérdese V. que la he perdonado.
— ¡Perdonarme! —esclamó ella — perdonarme! ¿que? El haber ultrajado mi amor? el haber hecho la desgracia de mi vida? Ah! si uno de nosotros tiene que perdonar, no es ciertamente V. señor.