UNA QUERELLA 65
Y en tanto que su mano crispada por la fiebre enlazaba la corbata y calzaba el guante, preguntábase cómo podria soportar durante cuatro mortales horas la frívola alegría de sus compañeras de velada, cuyo prólogo reia ya bajo los ágiles dedos de su prima en festivas notas que el sonoro Pleyel parecia reproducir con placer, y que caian en el corazon de Enrique como gotas de plomo hirviente sobre las llagas de un mártir.
De repente, á los caprichosos floreos sucedieron los patéticos acentos de una estraña melodía.
Enrique se estremeció.
—¡La Cautiva—esclamó—esa música sublime que escribió 4 milado y que viene ahora á hablarme de ella!
Y cual si le persiguiese un fantasma, Enrique huyó hasta el fondo del jardin.
Mas, luego, arrastrado por aquellos encantados acordes que llegaban hasta él apagados pero distintos, volvió sobre sus pasos, y pálido, conteniendo el aliento y las manos sobre el corazon, de pié tras las cortinas de la puerta, escuchó con dolosa avidez.
Imposible sería describir con la pálida fraseologia las bellezas sucesivamente plácidas y sombrías de aquella melodía, del todo imitativa cuyas notas reproducian con todas sus terribles peripecias una trájica leyenda.