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EL POZO DEL YOCC1 407

y los sometió á juicio; pero el gobernador y su hija pidieron la libertad con ruegos tan apremiantes, que le dieron la oportunidad inapreciable para el coronamiento de su obra, de perdonar el crímen en gracia del resultado.

Lucía partió aquella tarde con su padre, y este pidió ¿Fernando que los acompañase á Moraya. El jóven no habia tenido ocasion de hablar á solas con su prometida: ella las habia cuidadosamente evitado. Por lo demás, su voz, ó la espresion de su semblante conservaban siempre la dulzura afectuosa que usara con el que debia ser su esposo. Nadie habia percibido en ella el menor cambio: nadie sino Fernando.

El jóven no podia darse cuenta de lo que sentia su alma: estaba descontento de sí mismo, y anhelaba llegar, con la esperanza de encontrar en esa casa donde trascurrieron los dias de su infancia; donde nació su amor por Lucía, los recuerdos de un pasado que á pesar suyo veía palidecer. Pero aquella morada, que antes era para él un eden de amor, parecióle ahora fria como un hogar apagado. Un astro se habia alzado en el cielo de su destino, y habia eclipsado el que antes lo alumbraba.

El gobernador, entrando en el cuarto seguido de su hija, vino á interrumpir aquel penoso desvarío.

—Fernando, le dijo, ha llegado la hora de una