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—Querido amigo—dije al cronista callejero—yo creo que la señora tiene razon . . . .

—Aguarde usted—exclamó él, interrumpiéndome—si todavia no ha dado fin mi aventura. Como para corroborar las palabras de aquella sibila, una hora despues, pasando casualmente por delante de la casa de la cruel Elvira, hé ahí que la veo aparecer, bella, alegre, elegante. Papá, mamá, hermanas, toda la familia salía á paseo. Las jóvenes formaron de dos en fondo, regazaron sus largas colas, y echaron á andar calle abajo, volviéndose, de vez en cuando, para remirarse y dejar ver unas botitas de última importacion, lo mas lindo imaginable; pero que costarian un dineral.

—Papá—decia una de ellas——nosotras guiaremos, ¿no es cierto?

—Ya se ve que sí.

—Y ¿sabes donde vamos á parar?

—No llega á tanto mi penetracion.

—¿No? Pues vamos al almacen de Soldevila. Le han llegado novedades.

—Yo necesito un lazo para mi vestido rosa.

—Yo una sombrilla blanca, de gro y blondas.

—Yo un abrigo de cachemira para salir del teatro.

—Yo un pañuelo de batista bordado con calados de guipure.