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UN VIAJE AL PAIS DEL ORO 451

—Motivo habia para ello, caballero—respondíle yo con un tanto de ironía—Perder doce lingotes de oro, no es asunto de poco mas ó menos.

—Ah !—replicó él con sentido acento—no es el valor intrínseco de esta prenda, lo que la hace preciosa para mí: esque cada una de esas pepas encierra, al lado de un recuerdo de sufrimientos, otro de inefable abnegacion.

Creílo fácilmente; pues aunque la oscuridad me impedia ver el rostro de mi interlocutor, la voz que me hablaba era jóven y tenia armoniosas inflexiones que anunciaban franqueza y expontaneidad.

Seguimos juntos nuestro camino, y llegamos, en fin, al monton de peñascos que, hacia media hora, divisaba yo en el horizonte, como un dolmen druídico.

Desensillamos nuestros caballos, y ateridos de frio, nos refujiamos en la cueva dejándolos al cuidado de un indio viéjo, seco y negro como un árbol quemado, único resto de su familia devorada por la tifus.

El desdichado se alzó de la piedra en que yacía, solo y acurrucado en la actitud de la momia, para entregarse, con la diligente actividad de su raza, á los cuidados del hospedaje. Hizo beber á los caballos, dióles un pienso de cebada, y los cubrió con sus mantas. Fué en seguida á recojer las ramas secas de la tola, encendió una fogata y concluyó trayéndonos luz y agua caliente.