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ojos en todo su fatídico grandor, fijábalos en el saco cual signos de interrogación. Alarga la mano, apóderase del bolson, lo abre

con impaciente ansiedad. . . . El bolson contenia solo algunas libras de cólera,

de envidia y de hipocresía, artículos que la abadesa tenia para dar y prestar en su maldito cuerpo.

La horrible bruja apartó los ojos del saco para clavarlos en mí con una llameante mirada que me fascinó porque parecióme reconocer en ella la del sombrío rey del abismo.

Alzóse siniestra, terrible; con una mano abrió aquella puerta fatal que te ha conducido aquí, con la otra me arrastró á esta prision, en donde como áun simple mortal guardame encerrado hace tanto tiempo. Allá algunas veces, á intérvalos que mí amor cuenta como eternidades, la hermosa estrella de mi dicha perdida apáreceme á lo lejos; me mira, sonríeme y pasa. Pero ah! que yo no diera la ventura de ese fugitivo instante por toda la felicidad de otro tiempo allá en la mansión celeste. ....

El jóven se interrumpió derepente; y mirando con terror á la hermana Teresa que venia hácia nosotros—¡La abadesa!l—esclamó, saltando con asombrosa agilidad los setos de rosales y desapareciendo entre el ramaje.