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de sus deseos; que, á fe de caballero andante, sabré llevarlo á cabo, con la lanza y con la espada—Y —añadió, paseando en torno una inimitable mirada de reojo —¡ desgraciado el duende ó follon que se atreva á contrariarlo!

—Y bien, noble caballero—repuso Inés, con el sentido acento de una doncella menesterosa—antes de arrancarme de estos valles amados, dadme el plazo de tres dias para ir cual la hija de Jephte, á llorarlos con mis compañeras, en la cumbre de las montañas.

Y tendió con regio ademan su abanico de nácar, que mi padre besó, jurando obediencia.

Tres dias aun! . . . . pero ah! qué dias, Rosa mia. Sentada á los piés de Enrique, su mano entre las mias, mi cabeza recostada en su rodilla, contemplándolo, escuchándolo, admirándolo. O bien, paseando juntos, bajo la fronda de los olivos, mi mano apoyada en su hombro; su brazo en torno á mi cuerpo ; ó bien de pié ante el piano, uniendo nuestras voces en un himno de amor!

Ah! nunca hasta ahora habia conocido la inmensa dicha de ser bella. Con qué sensacion de celeste felicidad siento la mirada de Enrique detenerse sobre mi frente, en mis ojos, en mis lábios!

Sin embargo, cosa estraña! esos instantes de fruicion infinita, parécenme de una prolongacion eterna. Será que el alma humana no ha sido