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los de su marido, desde la bordada camisa hasta el elegante chiripá teñido color de rosa con las flores del azafran.

Diciembre llega; y con el cálido sol de este mes la dulcísima algarroba, y el almibarado mistol, que la hija de los campos convierte en patay, pastas esquisitas, que quien las ha gustado, prefiérelas á toda la repostería de los confiteros europeos.

De todo esto vende lo que le sobra; con ese producto compra dos terneros guachos, y plantea con ellos la cria de ganado vacuno. Poco despues, merced á las mismas economías, adquiere un par de corderitos; la base de una majada, con que mas tarde llena sus zarzos de quesos y su rueca de blanca lana, á la que da luego por medio de tintes extraidos de las ricas maderas de nuestros bosques, los brillantes colores de la púrpura, azul y gualda que mezcla en la urdimbre de ponchos y cobertores.

Y cuando el trabajo de la jornada ha concluido, llegado la noche, y que la luna desliza sus rayos al través de la fronda de los algarrobos del patio, la hacendosa muger tórnase una amartelada zagala y sentada en las sinuosas raices del árbol protector, su esposo al lado y entre los brazos la guitarra, cántale tiernas endechas de amor.

—1¡Qué feliz existencia !—pensaba yo, alejándome de aquella poética morada.